lunes, 22 de abril de 2013

La hora de dormir



Uno

La última hora no estuve durmiendo. Mis ojos estaban entrecerrados y mi cuerpo cubierto parcialmente por la fina sábana, casi transparente por el desgaste. Hacía mucho calor. Es que el verano en esta ciudad tiene una presencia intimidante. Si habláramos de él como de una persona, diríamos que es de carácter fuerte, que es un eufemismo para hablar de alguien que es insoportable, o un mal educado, o, francamente, un mal tipo. Así la ciudad recibe de inquilino al verano, sin poder evitarlo, como aquellos parientes lejanos a los que debemos dar alojo en nuestros hogares por más forros que sean, por alguna maldita costumbre de buenos modales. Por suerte en mi pequeño departamento no tienen lugar. Hay gente que disfruta del verano, del calor, de las playas, del sol, de las relaciones casuales, de la rutina del bronceado, de la gente. Yo no. Para mí el verano es de lo más triste. Pareciera que hay más tiempo, pero éste se le escurre a uno de las manos. El sol del mediodía es el punto muerto de un mundo que no deja de moverse, no asciende ni desciende, se estanca en lo más alto del cielo, sin nada para ofrecer más que luz y calor, una eternidad en reposo. El instinto de las sombras es desaparecer al mediodía. Luego, de a poco hay que volver a rodar, seguir en la rutina del seguir. Porque, ni siquiera allá arriba, el todopoderoso astro puede evitar la fluencia del tiempo.

Mi mediodía no es el de la ciudad. Mi jornada comienza  cuando despego de la cama, que no es lo mismo que cuando despierto, decía yo. Y esto no ocurre nunca antes de las 13 horas. 12, cuando madrugo. Mi habitación es un oasis de cemento en un infierno de cemento. La tecnología maravillosa de nuestros días hace que mi reducto se encuentre en unos constantes 25 grados. Esto hace que salir sea un acto de un heroísmo sin precedentes. Cuando, sin alternativa, giro el picaporte y salgo al exterior, el día me plantea una batalla en dos frentes… luz y calor. Según la ciencia, fuente de vida. Yo nunca fui muy adepto a las ciencias. Aunque podría llamar a cualquier físico cuando necesite una comprobación fáctica de la oscuridad, o la no luz, como se la llame en el ámbito. Ese ejemplo es mi habitación. Es tan oscura que nunca sé en qué momento del día despierto. Por eso hay en ella tres o cuatro relojes, por si falla la electricidad o alguna pila. ¿Cómo lo logro? Con trapos. Estoy lleno de trapos. Agujero rebelde que deja pasar luz, agujero que es rellenado con un trapo. Porque las cortinas nunca alcanzan, siempre necesito el auxilio de los trapos. Si no fuera un inquilino, ya hubiera tapiado las ventanas o hubiera cubierto con aerosol los cristales. Cómo afrontaría correctamente, sino, la hora de dormir.

Esa es la cuestión. Imagino habrán oído o leído como yo a los expertos decir que lo recomendable es dormir ocho horas. ¿Y si yo quisiera dormir doce, catorce o dieciséis horas? ¿Quién me lo impide? ¿Un pseudo científico en una revista que no le dio la nafta para hacer investigaciones en serio pero si para, en nombre de la ciencia, decirle a cualquier idiota cómo debe manejar su vida? Lacayos del sistema, eso es lo que son esta tropa de “expertos de revista”. “Basta de refunfuñar que te vas a hacer viejo”, me dicen. ¿Y qué problema hay? ¿Cuál es el problema, cuál es el tabú con los viejos? Todos vamos a ser viejos. ¿O también hay una edad para ser viejo? Ustedes y sus vidas regidas por burócratas de datos censales. Yo soy viejo a la edad que quiera, y si me siento viejo, no tiene por qué ser malo. A mí me gusta dormir, y si eso me hace viejo, bienvenido sea. La verdad es que me gusta dormir, y no me siento culpable. Sí me siento perseguido. Perseguido por la jauría de jóvenes o aspirantes a, que no cesan de moverse, que creen que el progreso es hacia adelante y que hay que alcanzarlo, que ven en el sueño una pérdida de tiempo. Gente que nació en una época donde se cree que el tiempo puede ser pesado y registrado, perdido y ganado. Pero, ¿quieren que les hable en su idioma? Pues bien, para mí el sueño es tiempo ciento por ciento ganado. Nada hay más propio que el sueño. A diferencia del resto del mundo, allí todo es mío, a mi modo, y nadie puede quitármelo. Nadie debe quitármelo.

viernes, 5 de abril de 2013

Lija

Venía con hambre, pero tampoco como para masticar tornillos. Es que a esas horas siempre me agarra hambre. La madrugada funciona así, viste. Al menos a mí. Yo puedo estar todo el día hecho un idiota, pero cuando pasa de las 12, arranco. Tengo el reloj cambiado viste, como los murciélagos, los búhos y que se yo cuántas otras alimañas de la noche.
La cosa es que llego de madrugada con hambre, pero hambre de goloso, hambre de dulce. Tranquilo, te decía, pero... Bueno, abro la heladera. Nada. O sea, sí, un queso, mortadela, ajíes, pero dulce ni un membrillo. Si al menos hubiera tenido un vasito de coca me hago un sánguche, pero con agua no daba, yo quería dulce. Y ahí sí lo que era un poco de hambre, un berretín, se transformó en lija. ¡Pero lija mal eh! Funciona así, cuando te niegan el capricho, te desesperás. Empecé a abrir alacenas, cajones, casi a los portazos. Revisé la heladera como catorce veces. ¿Viste cuando la abrís una vez y no hay nada, seguís buscando por otro aldo, pero volvés a la heladera para volver a ver que no hay nada? Sigue igual que antes, cuando la abriste un minuto atrás, como si fuera un artefacto eléctrico sin vida propia, que necesita ser llenado por alguien.
Ahí me acordé. La puta madre, si a la nochecita había ido al súper, compré un par de giladas que necesitaba, jabón, fideos, pan. Siempre hago lo mismo, voy para lo que necesito en el instante, pero jamás una previsión, un esto me va a servir mañana, o un por las dudas lo llevo, nunca. Ni hablar de listitas y qué se yo. La previsión no es lo mío, así como eso de ahorrar, nunca lo hice. Necesito algo, voy y lo compro. ¿No lo compré? bueno me jodo.
Ésta me jodo. Después me quiero romper la cabeza. Si hoy fui al súper, vi los alfajores que encima estaban baratos, pero como no tenía hambre, como no los necesitaba, no los compré viejo. Después, mientras seguía por los pasillos iba pensando, porque no es que me olvido del asunto, iba pensando, y si los compro, después voy a querer postre. Pero no, porque si hay algo que soy es terco. Despúes veremos, me decía. Y el después llegó, como siempre, a la madrugada. La puta que me parió, encima a esta hora qué carajo va a haber abierto en este barrio de mierda.
¡Que hambre, la puta madre! Creía que iba a morir. ¡Y eso que había morfado bien eh! Si nos juntamos a comer un asado en lo de Toto. Despues escabiando hasta tarde. Tenía el vientre hinchado de porrón. Ah, porque estaba en pedo, creo que está de más aclararlo. Y como siempre que estamos escabiando hasta las 5 de la mañana, después nos agarra a todos hambre y nos vamos a comer un pancho al carrito. Todos los borrachos frustrados en banda al carrito. Nunca una mina eh...
Pero después del asado, litros de cerveza y súper pancho, quería el postre. Como siempre, sólo en casa, quería lo dulce antes de dormir, con un tecito y algo en la tele. Si bien de maraca lo mío, pero feliz. Y en casa no había nada. ¿Qué hago? Invento algo, me dije. Pero eso sirve para lo salado, es más fácil inventar salado. Un huevo, una hamburguesa, una arveja, algo hacés. Pero cuando qurés dulce, ¿cómo inventás? ¿Que vas a ponerte a derretir azúcar? Encima ni cacao tenía.
Y bueno salgo. Si, era claro que iba a suceder. Como tantas otras veces, iba a salir en medio de la madrugada, con frío, cansado y ebrio a la estación de servicio que se encuentra a cinco cuadras (una inmensidad) de casa. Pueden cagarte a tiros a la salida, pero el hambre es más fuerte. Siemrpe el hambre vence. Más cuando son esos hambres de malcriado, viste, de bicho de ciudad. Porque andá a vivir en el medio del campo y que te pegue ese bajón. Olvidate. O en un pueblito, donde esta todo cerrado. Después te quejás de la ciudad... ¿sabés cuanto durarías vos lejos de la ciudad?
Entonces salí. Mientras caminaba y se me iba pasando el pedo. El hambre tiene eso, es tanta la concentración que mi estómago ejerce sobre mi cuerpo para conseguir el sustento que se olvida de todo lo secundario. Es como la adrenalina, viste. Eso que te viene con el cagazo. Capaz que te pusieron un tiro en una gamba pero si lográs sobrevivir, vas a seguir corriendo para que no te acribillen ahí no más. Bueno, mi estómago genera su propia adrenalina.
En la tercer cuadra, una alarma. Un ruido extraño sale de mi vientre. Las tripas me estaban avisando algo. Así como los perros se ponen a ladrar como locos antes de un huracán o un terremoto y nosotros ni cuenta que nos damos qué les pasa, así mis tripas me avisaban algo, porque al instante no sentí nada, pero una cuadra después me agarraron los retorcijones. ¡Uf! Esos que duelen viste, agudos, pasajeros pero agudos. Tomandome la panza como calmándola, sigo caminando, casi sin pensar hacia dónde me dirigía. Claro, estaba yendo a comprar comida, no muy sana desde ya, para un estómago suplicando descanso.
Una vez adentro de la estación el dolor cesó. Estaba en un mundo maravilloso. Chocolates, alfajores, chocolates, obleas, chocolates, galletitas, chocolates. Me compré un chocolate. Como veinte mangos me salió la joda, generoso era, pero veinte mangos...
Mis bajos instintos me impulsaban a abri el paquete y devorar la enjundia de un saque. Pero yo soy una mierda. Soy un metódico de mierda. Tenía que llegar, poner a calentar la pava y hacerme un té. Nada puede ser hecho de otro modo que no sea el premeditado. Para eso si tengo todo planeado, pero cuando se trata de algo útil como ir al super, no, me comporto con total improvisación. Los pasos a seguir eran, fueron y serán los siguientes:
Uno, Prender el fuego y poner la pava. Dos, prender el tele y ver si hay algo potable, en caso de no haberlo, prender la PC y buscar una serie, preferentemente Family Guy, si tengo mucho sueño, Los Simpsons. Tres, hacer el té, bien hirviendo, así dura caliente mucho tiempo y no tengo que bajar a recalentarlo (tomarlo tibio jamás). Cuarto, sentarme frente a la PC (porque, claro, a esa hora no hay nada en la TV), y darle al play a la serie que había dejado cargando previamente. Quinto, comer, beber y mirar, Generalmente como unos cuadraditos primero, luego bebo té, en intervalos más o menos similares, y siempre teniendo en cuenta que lo último que ingiero es el líquido, jamás el sólido.
Pero no habia té. Así como te lo digo, no había té. Se me vino el mundo abajo otra vez. Me puse a revolver y sólo había mate cocido. Y bue... Decepcionado preparo la infusión autóctona con todos los anteriores pasos cumplidos a la perfección. Mientras subía a mi habitación iba recordando casi sensorialmente todo lo que había entrado en mi cuerpo en las últimas 5 horas. No era sano. Bueno, mi vida en sí no era sana, pero esto pasaba varios límites. Estaba seguro de que si ingería ese chocolate con el mate cocido, iba a explotar. Literalmente te digo eh... algún órgano iba a rebalsar. Las tripas ya habían chillado.
Pero capaz que no. No iba a ser la primera vez que ponía a prueba mi estómago, más bien era una rutina. Y a veces quiebro, pero a veces no...
¿Qué iba a pasar? ¿Qué iba a hacer?
Verá, amigo, esto que le cuento no tiene final, ni conclusión, ni cierre, ni sopresa, ni nada. Desde que empezamos sabíamos el final.
Me comí el chocolate, por supuesto. El otro día me enteraría de la resolución de la trama.