sábado, 1 de diciembre de 2012

A modo de Posdata

Nos perdimos al encontrarnos.
¿Nos encontrábamos ya perdidos?
¿Cómo íbamos a encontrarnos,
si nunca nos buscamos?

Bueno,
estamos aquí,
ante otro maravilloso caso,
donde el que no busca encuentra.

¿Fuimos hechos para mezclarnos?
¡¿Qué importa?!
¿Qué le importará al sol
                            si nosotros disfrutamos de su luz?

viernes, 30 de noviembre de 2012

Por qué será

Envuelto en la noche caminaba con mis manos llenas de pintura. Esa que se impregna, olorosa, y que no desaparecerá hasta el contacto con el aguarrás. Por eso el aguarrás siempre me pareció un buen amigo: borra las huellas y es el símbolo de la llegada a casa, seguro de las miradas y del plomo.
Mi marcha apresurada llamó la atención del patrullero. Están bien adiestrados: ante los ojos de cualquier caminante puedo pasar desapercibido... ¿por qué será?.
Pero no a sus ojos. No a sus olfatos.
Las manos negras y brillantes confirmaron sus sospechas. ¿Quién diría que mi amante nocturna podría delatarme de tal manera? Pensar que habíamos transformado algunos muros hacía instantes, parecía olvidar mi tacto, todo aquello que, juntos, creamos.

- ¡Contra el patrullero! ¡Documentos! ¡Las manos separadas!

El sujeto gritaba. Estábamos a menos de un metro, pero gritaba. Palpó mi entrepierna sin pedir permiso - al menos sin que lo oyera. No encontró nada con que entretenerse en mis genitales.

- ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde va?
- ¿Por qué me pregunta eso señor?

Bastonazo en las costillas.

- ¡Yo hago las preguntas!

El otro ni siquiera seguía del todo la escena. Su mirada contemplaba el acontencimiento, pero estaba en otro lado. 

- ¿De dónde viene señor?
- De trabajar.
- ¿De qué trabaja?
- De pintor.

Tal vez se sintió insultado o guardaba rencor de la profesión, pero, acto seguido, lo tuve que acompañar.
Mientras viajábamos en el patrullero a la comisaría más cercana me pregunté por qué me notaron sospechoso. ¿Habrán visto el muro?
No. En todo caso eso no era lo más importante...
¿Pero por qué? ¿Por qué para ellos soy sospechoso y no para otros? ¿Por qué reaccionaron ante mi presencia, ante mi forma de caminar, ante mis cabellos, ante mis ropas? Si a nadie más había alarmado con tales nimiedades.
Unas cuadras más adelante lo descubrí: "¡Claro! Es que la otra gente va pensando en sus cosas. Esa gente va pensando. Imaginando. Creando".

Y era eso.
No era sospecha.
Era incapacidad.
Era falta de empatía.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Las dos mentiras


Encrucijadas. Las dos mentiras, les decimos. La elección es siempre entre dos mentiras, y una, tan sólo una, es la correcta. ¿Cómo hallar la mentira correcta? ¿Está la mentira correcta relacionada con la verdad? ¿Es esta mentira correcta de antemano? Cruce de caminos. ¿Por cuál seguir? Es la duda lo que atormenta. El instante previo, que se hace eterno, es la tortura. La decisión es lo doloroso. La decisión no es más que un trayecto, un recorrido. Es la distancia que recorre lo que podemos llamar voluntad. Pero esta voluntad no nace con dolor, la voluntad sólo intenta fluir, nacer y morir, para volver a hacerlo eternamente. ¿Y cuándo aparece el dolor? ¿Cuándo la voluntad se hace parto? Pues la respuesta parece sencilla: cuando atraviesa la conciencia. La conciencia es la historia personal del dolor. Es la marca del ganado, el antes y el después.
Antes de la conciencia no hay dolor, porque antes de la conciencia no hay antes ni después. Allí aparecen las dos mentiras, a saberse: mentirse a uno mismo o mentir a un tercero. Sólo cuando se reconocen las dos mentiras se entra en proceso de parto. Nacer no siempre fue dolor.  Pero la pregunta es ética: ¿cuál es la mentira correcta?, y, una vez descubierta:
 ¿Cómo elegir la mentira correcta? - Son dos preguntas bien distintas.
Pues bien, amigos, no tengo respuesta para ninguna de las dos. Los dolores de parto no me dejan pensar.  Los dolores son señales, y para el dolor no hay peor aliado que el de la memoria. Comienzo aquí una nueva historia. Una loa para los deseosos, pecaminosos. Un himno para todos aquellos mentirosos que se atrevieron a no mentirse. Para todos aquellos mentirosos que supieron elegir la mentira correcta. Supieron porque la defendieron.
Recuerdo cuando me crucé con uno de esos mentirosos. Caminaba hacia el frente y miraba a los costados. Cuando llegamos al cruce de caminos le pregunté:
- Ahora, ¿sabes cómo hay que seguir?
- No – Me dijo sin detenerse. Y no lo volví a ver.
Sólo más tarde pude apreciar su regalo. ¡Oh este mentiroso! ¿Quién lo hubiera creído? Fue el único que me pudo regalar semejante tesoro, semejante verdad. Reposando a un lado, tragué sin digerir, y le dije a mí corazón:
- Vamos, que a esta clase de mentiroso puedes decirle cualquier cosa, pero cobarde… jamás.


viernes, 2 de noviembre de 2012

Nexo 3

No toma carrera. Ni siquiera porta armas, hombre... Simplemente, abre la tapa de tus sesos, y con sus manos, con sus finas manos, toma todo. Primero, arranca los hilos que lo atan al cráneo. Duele. Algo en vos quiere estirar el dolor: "Despacio, disfrutalo, nadie nos apura".¿Veo bien? cuando toma tu cerebro, aprieta con sus manos, con sutileza, pero con la fuerza necesaria. ¡Oh, sí que sabe manejar la fuerza! Con la fuerza necesaria para que caiga jugo, ¡y todo ello en sus manos cabe!... En sus pequeñas manos tu cerebro cabe.

Debo decirte amigo: nunca ví a nadie, manipular así un cerebro.

Sin ver siquiera el color de tus humores, el líquido cae. Muchos líquidos que son uno mismo. Y antes de que la primera gota toque el suelo, abre su boca. Su pequeña boca esconde el universo. Puedo verlo todo, un negro que jamás experimenté. Y todo el jugo llena su boca, y atraviesa su garganta. Sus ojos siempre abiertos, lo vemos: ¿Por qué no disfruta de tus jugos? ¿No son acaso refrescantes?

Todo lo pude ver. Porque dos veces estuve allí: adentro y afuera. ¡Cómo se relamían mis ojos!

Con sus tripas ya lubricadas, falta lo mejor para el final (el cerdo que hay en vos se deleita). Abre su boca, y eructa. "Está haciendo espacio"... Sus ojos están clavados en tu cerebro, iluminándolo. Cierra la boca. Sonríe. Unos segundos se intermponen en el camino, entrometiéndose. Los espantás rápido con la mano para ver el final. Con ellos se va su sonrisa. Alzando las manos hasta donde dicen que se encuentra el pasado, sostiene allí arriba la carnada un instante. Y antes de que empezaras a babear, ¡abre tu boca y empuja todo el manjar, llenando tus tripas!

Tu cerebro no le apetecía.

Ahora tenés el cráneo vacío. Tus ojos miran hacia adentro, y hacia afuera. Ni tu cerebro ni el gourmet siguen allí. Pero estómago está lleno. Lleno de todo lo que tus palabras jamás podrán decir. Lleno de manera poco elocuente. Hay energías que se desbordan. Aprendés a rezar para que deje de agitarse el infierno dentro tuyo. Tus piernas te llevan hacia todos lados. Mordés tu lengua. Querés vomitar, pero no podés.

Y no sé como, pero digeriste todo. Y ahora sí, vacío, te echás a dormir. Mientras dejás que otro cuente todo por vos...

lunes, 29 de octubre de 2012

Volviendo a ser lo que no son



Mis ojos vendados. La tela no alcanza a cubrir toda la órbita ocular, por lo que mi inquieto ojo espía la parte del suelo que ve. Mis piernas y mi camisa a cuadros, mi gran rebeldía.

Era una tarde de primavera. Hermoso cielo azul, casi puro. De esas que la ciudad nos da en cuentagotas, como una tortura china. Nos da de lo que no podremos beber, los que nos saciará la sed, sólo un poco, para esperar con ansias, otra gota de cielo fresco.
  
¿Pensabas cómo hace el agua para disolver rocas?

El césped rodeaba la tierra. Es gracioso como improvisábamos una canchita allí. Si bien este bicho de ciudad muy lejos se encontraba de los potreros, esa tierra seca, repleta de rocas y hasta pedazos de vidrio, más lejos aun se encontraba de ser un campo de fútbol. Este rústico pero sanguíneo zaguero se cansaba rápido, pero seguía en carrera pese a la opresión en el pecho y la agitación. Un empujón me lleva al charco y mi pantalón absorbe toda el agua. Finalizado el partido comprendo el hecho en su total dimensión. Parecía todo meado.

Transpirado, con la cara y las patas llenas de barro, y con un símil-meada en el pantalón, comienzo a correr. Se hacía tarde, a las 18 nos esperaba la clase de catequesis. Mis amigos se ríen de mis pantalones, o no. Poco importaba, éramos iguales, literalmente del mismo barro, esta vez. ¿Cómo entrar a la iglesia con semejante facha?
-         
 Hoy es el día de la confesión con el padre…

¡No! Malaya sea mi suerte…

La voz sigue firme. El silencio que rodea es casi total. Alguna música y las inhalaciones de fondo. Alguien con su nariz congestionada. Pero el silencio escucha atento. Jamás tales oídos. Audiencia profunda. La voz es profunda, como siempre, como nunca. Los graves vibran, aquí y allá, pecho y pared.

Los compañeros van pasando. Los suplicantes esperamos afuera el testimonio de los confesados. ¿De qué se trata todo esto? ¿Qué te preguntó? ¿Cuál fue su orden? ¿Qué dijiste?
-         
 Le conté mis pecados.
-         
 ¿Pero qué?
-         
 Y… que a veces me porto mal, desobedezco a mis padres, peleo con mis hermanos.
-         
 ¿Eso sólo?
-         
 Eso y lo de los pensamientos…

Nunca es eso solo. Lo de los pensamientos… ¿Qué pensamientos? Los pensamientos impuros, claro está. ¿Pensamientos impuros? ¿Qué es eso, de que se trata? No tenía idea de que se trataba. Pero a la vez lo tenía muy claro… y estaba seguro de algo: era malo. Dios es puro, también el padre. Yo tuve pensamientos impuros. Regla de tres simples. Dios es bueno, yo soy malo. Y allí estaba su representante. Era el siguiente.

Caminando como quien oculta un arma, me acercaba. Avergonzado de mi carga. Sólo mis cómplices sabían que ello no era meada. Y allí, dentro, no tenía ninguno. ¿Alguno de ustedes sabe cuán largo es el camino? Tanto como puede. La alfombra silenciaba mis pasos, allí el ruido es el diablo. Que nada estorbe el régimen de nuestro sonido. Unos escalones, y el altar. Al costado, el padre. Era bueno el padre. No notó mi meada. A estas alturas eso ya era, claramente, meada. Lo sabía Dios, y lo sabía yo. ¿Quién había convertido el agua en vino? Aquí podría hacer otro tanto. Pero el padre era bueno, no dijo nada. ¿No lo notó? Era en emisario de Dios en ese recinto, hombre, no sea blasfemo. Era bueno.

La voz empieza a contar con sus primeros obstáculos. ¿Cuántas veces podré volver a transmitir las imágenes como ahora? Todos leemos el mismo libro y dibujamos lo mismo en nuestros cuerpos y su mente, la mente y su cuerpo. Nunca había notado lo perturbador de la extrema atención. Cuando los ojos quedan inválidos el cuerpo se libera. Los poros se abren, las respiraciones se hacen una.

¿Mi mente me juega una mala pasada? ¿Me senté yo en sus rodillas? Si hoy esa imagen se me hace insoportable, en ese momento no lo fue. Pero, es borroso. Sólo hay colores, el marrón predomina, el anaranjado de las velas que se extiende, un aroma acogedor y escalofriante a la vez recorre mis fosas. ¿Me estará jugando mi mente una mala pasada? Imposible pero cierto. Incierto, pero posible.

¿Mis pecados? No tenía pecados, o estaba repleto de ellos. Depende a quién quiera hacer hablar, padre. ¿Quiere hablar usted a través de mí? ¿Quiere que sus historias hablen por mí? Si quiere puedo vomitar en su cruz, mis tripas lo agradecerán. ¿Es eso lo que quiere? ¿Es eso lo que pide Dios?

Pero tenía nueve años. Nada de eso sucedió. Si a veces pudiéramos volver en el tiempo, con el peine de la experiencia... Pero nos vamos quedando calvos. Después lo comenté con ella.

Tenía nueve años, y mi espíritu rezaba: ¡Ilumíname, señor, lléname de pecados! Y no sé si me iluminé, pero empezaron a arder palabras. Palabras de humo rancio. Desobedecí a mis padres. Peleo con mi hermana. Le falto el respeto al os adultos, todo el tiempo le falto el respeto a los adultos. Las maestras dicen que soy muy inteligente, tengo buenas notas, pero que soy insolente. He probado un cigarrillo padre.

¿Estará conforme el padre? ¿Habrá saciado su necesidad de pecados? En la charola van las monedas, y en sus oídos los pecados. Había que llenar ambas cosas. ¿Satisfecho? ¡No! ¡Falta el plato principal hijo! Sus ojos pesados me lo decían: “Falta más hijo, dilo”. No tenía que hablar, la comisura de sus labios decía más que cualquier palabra. Su cara era solemne. Esperaba.

Silencio total.

Tuve pensamientos impuros.
Sentía lo que un niño siente cuando confiesa a su madre algo terrible. Sentía el alivio de haber descargado el peso, y la culpa del que peso siguiera allí, en alguna parte. Era mío, lo saqué de mi cuerpo, y, de manera muy egoísta, deje esa basura en medio del mundo. Merezco ser castigado, padre, madre.

Estaba satisfecho. Al menos hasta el próximo. O tal vez será una niña, y no comprendo que sucedería en tal caso. La cuestión es que mi pantalón mojado pasó a un tercer plano. Esperaba el castigo, necesitaba la redención. Llegó. Tres Padres Nuestros y tres Avemarías. Afortunadamente no me pidió el Credo. Ese no me lo había aprendido. Me levanté de mi silla (o de sus piernas, jamás lo sabré), y me dirigí hacia la figura del Sagrado Corazón.

Definitivamente la voz me tiembla. Una audiencia muda estremece. Siento ese dolor amargo en la tráquea que retarda el llanto. Es la parte inferior del mentón la que se resiente. Calambres de lengua. ¿Existe una palabra para ello? Con la fuerza de un macho, o lo que queda de él continúo relatando. Ya, sólo el final. No juegues así con sus oídos.

Frente a Jesús sangrando me arrodillé. Efectivamente, recé los tres Padres Nuestros y las tres Avemarías. Allí en silencio, la imagen me escuchaba, atenta. Mi espíritu rezaba, el padre me oía a través de mi cráneo. Mi cuerpo estaba abierto. ¿Quería? No podía cerrarlo. En su casa el padre habla a través de nosotros. Recorre nuestra conciencia, nuestros pecados. Y Dios. Qué decir de Dios. Debía agradecerle haberme iluminado, me ayudó a encontrar mis pecados, lo menos que podía hacer era rezar sus benditos tres Padres Nuestros y tres Avemarías.

Y salí de la iglesia. Casi completamente seco.

El silencio continúa. No sé bien cómo, pero sé que es un silencio repleto de sentidos. Las palabras hubieran cortado el aire. “No nos estimamos los suficiente cuando nos comunicamos con palabras. Lo que nos acontece no es digno de ser hablado”, dice Nietzsche, el Anticristo. Y si el lenguaje desprecia el acontecimiento, el silencio se dejó permear por él.

Al menos, una mano lo recoge. Una mano pequeña recorre todo ese silencio, desde la punta de mis dedos hasta la palma, de allí, tal vez a mi pecho, mi centro y mi periferia. Mi cuerpo no esperaba tal impacto, pero lo deseaba. Son minutos, segundos, nada.  Ni la fracción más ínfima puede penetrar en el silencio. Las manos se alejan del rostro, las manos se buscan entre sí. Los dedos juegan, son inquietos, graciosos, suaves.

Luego otro impacto, deja caer su peso sobre mi pierna. Jamás un peso fue tan liviano. Mi mano se atreve y juega con los cabellos. Cabellos alborotados y traviesos, y la piel. El movimiento más imperceptible es el que más percibe. Descubro, otra vez, la memoria de los dedos.

Pero de a poco las luces se encienden, las vendas se desatan y nos incorporamos.

¿Por qué nos levantamos?

“Hope it can continue a little while longer”.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Noche entera

¡Tontos! - Grité a la multitud sin rostros.
¿Creen que la luna puede dar sombras?
Sólo son sombras de sombras,
y aunque alguna vez fueron máscaras,
ya no tienen el valor.

¿Puede acaso un metal, aunque muy pulido, imitar a un espejo?
¡Idiotas!
¡Dejen de mirar hacia atrás!
¿Es que no ven que ya nadie los sigue?

Amigos...
Busquen sus difraces de monos:
Está por amanecer.

sábado, 4 de agosto de 2012

Midnight Cowboy



¿Quien vence cuando se barre contra el viento?
¿Llegaremos antes que las hojas al suelo?

Y, es un trabajo duro,
pero alguien tiene que hacerlo...

lunes, 16 de julio de 2012

Espiral


Por Jerome Waltimore
Los golpes de la historia (sin mayúsculas, para quitarle Trascendencia al término), vibran aun, no dejan de moverse. ¿Podremos sentirlos?
La tortura milenaria, el amor antes del amor, todo continúa vibrando. Quizás en nuestras manos, la punta de nuestros dedos, en nuestra voz, en nuestros ojos. ¿Podremos sentirlo?
Hemos aprendido a sentir el movimiento de las estrellas, creamos un hombre, y lo hicimos inteligente, creamos diosecillos, creamos a Dios, y lo hicimos por amor. Es temprana nuestra historia: seres, razón, hombre. ¿Tan corto es nuestro recorrido?
Volar puede ser más sencillo que caminar. Al menos más sencillo de aprender. Claro, porque no tenemos alas… Y si creamos una alas podemos crear un gran cielo, celeste, puro, que se extiende sobre nosotros para hacernos de ruta. Pronto ese cielo, esa interminable explanada de vuelo libre, se convirtió en un abanico interminable de posibilidades, y luego, en peso insoportable. Debimos recortar ese cielo. Dotarle de un sentido, de un nombre, de un dueño. Hacerlo Verdad.
¿Y dónde se refleja el cielo? En la tierra. Así se trazó un camino, lineal, recto, perdiéndose en el horizonte de las infinitas posibilidades. Pero con la seguridad de que el camino, el único, seguirá allí. ¿Y con su fulgor, no se ha reflejado en la tierra el peso insoportable del cielo? Nos hicimos pesados, de pronto perdimos nuestras alas, nuestra ligereza, y nos arrastramos por el suelo. ¿Podremos transformar el peso insoportable en suelo, en tierra firme?
 Nos damos cuenta de algo: tenemos pies. ¿Por qué pesan? ¿Por qué los hacemos pesar? Caminando como niños ciegos, sin tacto, comenzamos a caminar. No pudiendo (¿no queriendo?) hacer del suelo tierra firme, le dibujamos unas fronteras. El peso de las infinitas posibilidades, historia repetida. El círculo eterno. ¿Podremos romperlo?
La tierra ya no quiere ser escrita. Ya que estamos en esto de aprender, ¿por qué no el viento? El viento no escribe en la arena, el viento danza con ella, se mezcla, se divide, viene, para irse, y luego volver, siempre distinto, siempre otro.
Pero que digo, mejor no aprendamos. Todo aprendizaje es una resta, limita, frontera.
Junto con las alas heredamos ojos. Vista. Ojos que miran todo, y ven nada. Cuando uno vuela necesita de buenos ojos, como el águila. Tacto, olfato, olvidados. Sólo vista y oído: Verdad. El límite de los ojos, el límite de la oreja. Otra cosa: Mentira.
Pero perdimos las alas. Caída libre, bruta, choque del  suelo. Desnudos, notamos algo: tenemos pies, ¿y si los echamos a andar? Ya veremos, ya veremos…
Sólo caminando, con los ojos cerrados y el cuerpo abierto se pude romper el círculo. Girando, cada nueva experiencia amplía el horizonte. Todo es virgen cuando los ojos están cerrados. Cada nueva experiencia en el espiral, rompiendo el círculo en el espiral.
La música nos hace danzar en ese espiral. La música, que poco entiende de límites, es la frontera de toda palabra.

lunes, 11 de junio de 2012

Demonios


¿Qué es esa voz? ¿De dónde proviene? ¿Quién susurra así, casi en secreto, casi jugando? ¿Se trata acaso de eso, es algún demonio danzando sobre mí? Malditas criaturas, ¿qué ocultan tras mis espaldas? Ya veo, sólo saben andar así, como cacos en la noche. Para ustedes hicieron la noche, su sol es las tinieblas. ¡Oh, diablillos!, ¿creen que no puedo oír sus risas? Se vanaglorian de sus mentiras. ¡Sí, eso: sus risas son mentiras! ¿Qué como lo sé? Es algo que se sabe: la verdad no ríe. Ni anda con diablillos, ¡eso se los aseguro!
Puedo oír sus risas, y sus resoplidos. ¡También respiran! ¡Váyanse! ¡Váyanse de aquí, este no es su mundo! Por eso no los veo, por eso son fantasmas. Fantasmas y mentira. ¿A quiénes les han robado las voces, a quién arrancaron sus gemidos? Almas en pena… no me asustan. ¡Así es: no me asustan! Sólo son pequeños demonios, no pueden hacerme nada. No pueden hacer nada a nadie, porque no existen, mentirillas viajantes.
¿Que cambie de máscara? ¿Quién ha dicho que tengo una máscara? Los hombres sinceros no necesitamos máscaras, eso déjenlo para ustedes, animales de feria. ¡Monstruos de circo! Máscaras… ¿yo? Ya quisieran ustedes, perversas alimañas. ¡Miren mi rostro!, nada hay tras él. Miren mi andar, es recto, no como ustedes, monstruos zigzagueantes. Ya quisieran, ya quisieran…
¿Y cantan? Bailan y cantan. Poetas, mentirosos, da igual: no existen. Sombras son, buscan cuerpos para seguir, sombras y máscaras. Ríen como niños. Pues bien, he aquí mi verdad: los niños sólo mienten, por eso nadie los oye. ¿Quieren ser vistos? Entonces, dejen de vagar alados, vuelvan al suelo, si es que alguna vez fueron polvo. Dejen las risas, ¿acaso son bufones? Abandonen sus máscaras. Los hombres solo podemos ver los rostros, y cuantos más feos, mejor. Es lo que llamamos buenos modales. ¿También van disfrazados? ¡Oh, rufianes! Quítense esos disfraces de mil demonios, es preferible aun ir desnudos. Muestren sus cicatrices. Y avergüéncense de ellas: cada una cuenta una historia. Las historias son marcas, marcan nuestros errores, para que no los olvidemos. Como un soldado en la batalla aprende del dolor.
¿Quieren ser libres? Pues elijan una pequeña culpa. Vayan al mercado y consigan una buena condena, antes de que se agoten. La libertad sólo se dibuja por terrenos cenagosos. Una huella borra a la otra, y todas suman algo: nada.
Demonios, son como niños. Los oigo que se alejan. Los oigo burlarse. ¡Váyanse! ¡Y no vuelvan! Sus risas son mal. Chiquillos traviesos, se alejan de mí. ¡Váyanse! ¡Y no vuelvan! Después de todo: ¿que son las risas para un viejo como yo?

viernes, 1 de junio de 2012

Una imposible vuelta a casa



Se despertó un instante antes de que el reloj despertador chillara con ese ruido tan apacible que los fabricantes habían decidido ponerle. Cada mañana era igual, el sueño acababa segundos antes de la hora marcada. Su cuerpo estaba perfectamente amaestrado para evitar los imprevistos de la tecnología. Todas las mañanas se preguntaba lo mismo: ¿para qué poner el despertador? Todavía no lo sabía. La noche había sido especialmente mala. Si bien no se caracterizaba por tener un buen sueño, si bien el descanso nunca era del todo reparador, esa noche se despertó aproximadamente cada media hora. Siempre con la sensación de que la hora de levantarse estaba próxima. Siempre con ese inefable sentimiento, esa especie de culpa de estar durmiendo. Culpa por el tiempo mal gastado en el improductivo sueño. Pero el reloj siempre marcaba que aun faltaba mucho para la hora fijada, aunque ese mucho era cada vez media hora más corto. Cada una de esas acometidas le costaba varios minutos de lucha para volver a dormirse, para volver a levantarse.

Como una de esas crueles pasadas del destino, que ya de tan repetidas dejan de ser crueles, justo antes de ver la séptima hora del día en su reloj, la del chirrido agudo y monótono, justo en ese momento había encontrado el sueño más profundo. Justo allí despertaba esperando que, como todas las veces anteriores, el reloj dijera que aún faltaba. Pero no. Ya era la hora. Justo cuando había llegado al inconsciente más apartado de la realidad, el punto máximo del placer en el que no se es nada, y, por lo tanto no anda uno preocupado en saber cuándo ha de despertarse. Justo en medio del sueño REM, o ROM o RAM (no sabía cuál era el sueño y cual el disco duro de la computadora, aunque su currículum dijera lo contrario). 

Como cada día, apretó el botoncito ese que te da nueve minutos más de descanso. O de tortura. Porque se trataba de esos nueve minutos en que uno hace cualquier cosa menos dormir. Esos nueve minutos en los que los ojos están cerrados pero el cerebro está en un estado de suspensión nerviosa, preocupándose por el día que ha de llegar con todos sus acontecimientos. Esos minutos que no se pueden contabilizar dentro de las ocho horas de descanso necesarias según los especialistas en esas cosas que están para amargarle la vida a uno. Pero tampoco podían contabilizarse dentro de los valiosos minutos ganados al día en que uno se prepara para el día. Aún así esos nueve minutos eran parte de la rutina, y suspenderlos no era en nada mejor que no hacerlo. El segundo alarido del reloj sonó. Como quien sale de un círculo del infierno para sumergirse en otro, salió de su abrigada cama enfrentando el segundo golpe del día (el primero fue el comienzo del mismo), los grados de diferencia entre la cama y el piso de la habitación.

Lo que seguía era el aseo, la ropa y el desayuno en soledad. La ducha de la mañana jamás la despertaba. Ni fría, ni caliente, ni tibia, ni larga, ni corta. Simplemente no la despertaba, como decían los especialistas de las ocho horas. Así que terminado el desayuno, ya estaba lista para salir. Y si no lo estaba debía estarlo, porque en instantes el remís pasaría a retirarla para conducirla al trabajo. Hola a usted. Buenos días. Que hacés vos. Etcétera. Su sillón la esperaba. Recordaba el día que habían traído el sillón ergonómico a las oficinas. ¡Qué alegría ese día! Si eso no era la felicidad, donde más la podría encontrar, no sabía. La computadora ya estaba encendida, era hora de trabajar. Hoy debía terminar el diagnóstico. Las últimas dos semanas sólo las había dedicado para este diagnóstico. El principio de la tercera temporada anual se acercaba y era primordial la elaboración del diagnóstico, ya que de no hacerlo, de entregar el documento a tiempo… no sabría qué pasaría. Siempre lo había entregado a tiempo. Cada temporada finalizaba  el diagnóstico y lo ponía sobre la mesa de la secretaria de su jefe. Recordaba aquel día en que pudo entregarlo directamente en la mesa del jefe y éste le ofreció a cambio un tercio de sonrisa. Ese había sido un buen día. No soñaba con esperar más que eso. Su sueño había quedado en su cama. ¿Qué había soñado?

Las siguientes horas fueron un poco más lentas. Siempre era así. Antes del mediodía el tiempo transcurría casi goteando. Como una herida imperceptible que sólo se descubre cuando la mancha de sangre comienza a endurecerse. Así, a la hora del almuerzo, descubría que había algo a lo que se podía llamar tiempo, que la vida no se había estancado en el retículo que formaban los paneles de plástico a media altura entre el suelo y el piso. Por fin hacía una pausa de su trabajo. Durante esas larguísimas cuatro horas no se había dado el lujo de pensar en nada más que en esas larguísimas cuatro horas. El trabajo era secundario. En ese momento la lucha era contra el tiempo y nada más, sus manos escribían, sus ojos leían gráficos, sus oídos escuchaban el ruido blanco que formaban las conversaciones de todas las otras personas que compartían aquel inmundo espacio de oficina.

Tal vez inmundo no era la palabra que su cerebro procesaba. Tal vez jamás se hubiera atrevido a pensar algo así. O simplemente no tenía la posibilidad. ¿Y qué mejor? O acaso no era eso salud mental. ¿Lo era? ¿De qué estábamos hablando?... En fin, la hora del almuerzo llegó, dejó su espacio en el sillón y enfiló apresurada hacia la puerta, casi corriendo. El objetivo era esquivar a aquella fracción de los compañeros y compañeras que intentarían entablar conversación con ella y hasta ofrecérsele para un almuerzo en compañía. Decir no, no era una posibilidad, así que la velocidad era determinante. 

La fortuna estaba de su lado, el inicio de la temporada encontraba a todos los empleados atados a sus máquinas. Los nueve años de antigüedad le daban a ella la libertad de salir a la hora pactada para almorzar. Al menos eso creía. Era lo mismo, ya se encontraba fuera del edificio, dispuesta a caminar las tres cuadras que la separaban del pequeño bar en el que satisfacía su apetito. Había uno mejor a cuadra y media, pero allí iban todos sus compañeros, quienes, enardecidos como niños en el recreo, vociferaban a cuatro vientos cosas que no quería oír. La pseudo-camaradería de esos jóvenes, y no tanto, no la engañaba. Veía como debajo de sus trajes unos pequeños monstruos sin ojos se carcomían la piel mutuamente. Los nueve años de antigüedad, que hacían de ella una de las veteranas de la compañía, le habían dado esas lentes. 

Cruzaba el paso peatonal esquivando bastones, niños, maletines, y jubilados desubicados que no tenían mejor idea que salir a la calle, pudiendo pasar las horas bajo sus frazadas, durmiendo o tratando de recordar sus sueños. ¿Qué había soñado esa noche? La esquina encontraba a un diminuto personaje, ya entrado en años, envuelto en harapos y manipulando una descolorida guitarra. Aun así le sacaba un buen sonido. Lamentablemente su voz no acompañaba, su garganta estaba rasgada, casi que aullaba. Aun así era un buen ruido. Cuando estuvo a algunos metros pudo distinguir las palabras, aminoró drásticamente la marcha para oír más:

Dos gotas de agua posan en mis manos.
Una es inquieta,
se evapora antes de que la encuentre
mi olfato.

La otra permanece allí.
Danza inmóvil sobre mí.
Me cuenta secretos
y nos aflige con historias de su hermana,
la preferida del sol.

Era realmente bello. Su voz estertórea y la música melancólica contrastaba con lo que le parecía una dulce letra. Quizás hacían un trío perfecto. La melodía quedó resonando cuando pidió la comida. Una ensalada mixta y una gaseosa dietética. El último sorbo lo dio ya parada: es que la elección de la cuadra y media de más (que con la vuelta hacían tres) y la de haber disminuido la marcha para oír la canción, acortaron su tiempo y debía estar ya mismo en la oficina. Sólo llegó un minuto tarde. Por lo que enseguida se puso manos a la obra, un golpe en el teclado despertó a la computadora de su estado de reposo: si yo no duermo, vos tampoco.

Las siguientes cuatro horas directamente no pasaron. Le había parecido incluso que las agujas del reloj iban hacia atrás. Lo que tampoco se encaminaba demasiado era su diagnóstico. O mejor dicho, ya estaba casi encaminado, no necesitaba más que el empujón final. Pero ella se quedó pensando en su escritorio… ¿qué había soñado esa noche? ¿Estaba yo nadando? Si, recordaba nadar, pero nada más. Afortunadamente hoy, a punto de iniciarse la temporada, todos estaban encerrados en sus cubículos, nadie interrumpió su meditación. Sin darse cuenta volvió a mirar hacia el reloj: habían pasado dos horas, quedaban sólo otras dos. Recordar el sueño era el trabajo más arduo esta tarde, el diagnóstico, era a estas alturas terciario. Irme de aquí, recordar el sueño, entregar esta porquería. Claro que porquería no era la palabra que había dicho, ni siquiera la pensaba. En su cerebro no había palabras, sólo el sopor de las tres de la tarde, hora perfecta para la siesta. ¿Qué sería de su cama? Seguiría desarmada, en un intento de hacer más rápido el tan anhelado encuentro entre su cuerpo y el colchón. ¿Esperaba por ella? ¿Era ella tan importante para su cama como su cama para ella? Qué preguntas más estúpidas, por dios. Más cuando el diagnóstico espera la patada final. Quedaba sólo una hora. Pero esta hora era la más larga de todas. El sol por las ventanas invitaba a destruir la pared a cabezazos para recibirlo en su esplendor. Para recibirlo brevemente, porque lo bueno y breve es dos veces bueno, y lo mejor del sol era que se ocultaba a diario. Y lo mejor de las siestas es cuando las paredes impiden la entrada del sol, pero una caprichosa persiana deja que unos minúsculos rayos del mismo se reflejen en la habitación, tan sutilmente que invitan a seguir durmiendo.

La última hora, la fatal. Es lógico, el final está más lejos cuanto más cerca está. Es la lógica de la juventud. El tiempo, los minutos y las horas son sólo un reflejo, una extensión mejor dicho de nuestros años jóvenes, y viejos también. Juventud, divino tesoro. Quizás es por eso que el tiempo es oro. ¿No están hechos de oro los tesoros? Media hora. El diagnóstico estaba completo. Sólo quedaba imprimir. El camino a la impresora fue marcado por dos pensamientos: una parada más y el regreso a casa será realidad. Y por otro lado… ¿en dónde estaba nadando? Eso no era agua. Cuarto de hora, el diagnóstico ya estaba sobre la mesa de su jefe, quien otra vez ausente, no pudo regalarle su tercio de sonrisa. La próxima parada era el curso de capacitación. Antes, media hora para repasar y, de paso, merendar. Entre té y unas monocromáticas fotocopias de un aburridísimo sujeto que hablaba vaya uno a saber sobre qué cosas de organizaciones y gestión, pasaba la merienda. La modorra post-siesta, esa que nunca se tomó, era realmente violenta. Había bostezado aproximadamente dos veces por minuto. Saturada de bostezos y el cerebro pidiendo aun más oxígeno, se levantó algo mareada de la silla y marchó al instituto de las siglas que nunca supo qué significaban.

Lo bueno del curso era que las horas ocupadas se veían reflejadas en el salario final. Lo malo era que no sabía para qué estaba siendo capacitada. Pero siempre es bueno agregar hojas al currículum, ¿no? Birome en mano anotaba lo poco que su mente le permitía comprender: merchandising, management, marketing, etcétera, etcétera. Sus compañeros de curso eran una incógnita. Nunca había cruzado con ellos más que las palabras estrictamente necesarias. Tal vez fuera cuestión de energías y una inédita inteligencia de los cuerpos impedía el indeseable contacto con toda esa bola de yuppies. A finalizar las dos horas de curso su mente estaba tan vacía como las palabras que anotó, pero lo que seguía era realmente reconfortante: la vuelta a casa, el encuentro con su pareja y, por supuesto con su cama.
Teléfono. Ágape con los compañeros de trabajo de él. Ascenso de alguien. Ya no tenía fuerzas para quejarse. Lo único que salió de su boca fue, tal vez porque su cuerpo le pedía expulsar algo de negatividad, ¿ágape?, pero que palabra más pelotuda, van a comer y punto. Sin embargo, nada más lejano, si tan sólo implicara comer, no sería una variación de lo que tenía planeado. El ágape implicaba no volver a su casa, por vaya uno a saber cuántas horas más. Implicaba saludar a la gente, hablarles, comentarles cosas de la vida de uno que no tiene ganas de comentar, implicaba sonreír cada cierto tiempo o comentarios. Implicaba un mundo de esfuerzos que, por una cosa o por otra, ya no estaba en potencial de recriminar ni a su marido, ni a sus compañeros ni a su jefe ni a su madre por haberla traído a este mundo. Simplemente era así, y a otra cosa. Todas estas implicancias fueron cumplidas casi con lo justo, y con menos también. Porque a veces la sonrisa se parecía más a un estoy a punto de estornudar que a otra cosa. Y la actualización de estado se reducía a un, todo bien y vos, y escuchar la larguísima respuesta del increpador deseoso de hacer cómplice al otro de la vida de uno.

Una de la madrugada. Por fin emprendían el camino a casa. En un extraordinario esfuerzo de empatía, su pareja había rechazado la invitación de sus compañeros a seguir de copas. ¿Si esto no era amor, qué cuernos lo era? El taxi no se demoró más de unos minutos. Una vez arriba, cayó sobre el hombro su marido, quien, afortunadamente, se hizo cargo de la charla con el chofer. Dormitaba. Sus ojos estaban cerrados y su cerebro en estado de suspensión, aunque no de reposo. Podemos decir que la situación era la misma de la mañana, pero bien podemos decir todo lo contrario, porque ese estado de suspensión no era nervioso. Su cabeza casi saboreaba como un manjar el encuentro con la almohada. Si, estaba nadando. Y era agua, pero para nada potable. No era agua de río ni de mar. Era todas las aguas y ninguna. Estaba completamente putrefacta. Repleta de basura, de sobras, de desperdicios humanos y de los otros. Finalmente había sucedido, el caño de desagote del mundo se había tapado. Murió, simplemente ya no lo soportó. Inexplicablemente su cuerpo se había adaptado, en parte, a la sumersión. Nadaba durante horas bajo las aguas de este mar convertido de podredumbres, pero su cuerpo no se había acostumbrado al asco. Si no vomitaba era simplemente porque para ello debía abrir la boca y lo que podía penetrar en su cuerpo era aun más desagradable. No estaba sola, estaba acompañada, pero de anónimos. Los nados la llevaban de barranco en barranco, se sostenía unos minutos de sus rocas y una nueva inmersión en busca de una isla, de un descanso. La situación era desesperante. Nadaba ya por el sólo hecho de nadar, quedarse quieta era morir, pero no se podía decir que aquello era vivir. Tal vez un día, o tal vez años pasaron porque, cuando al fin encontró la isla la recibieron con lágrimas en los ojos. La creían perdida. Estaban sus seres queridos y otros desconocidos. El espacio era pequeño, decenas o miles de personas pululaban en una playa de aguas un poco más limpias. La basura casi no flotaba allí, aunque no se podía decir que era como el agua que alguna vez, tiempo atrás, conoció. Ni por asomo. El fondo de aquello que podemos llamar isla era de rejas de hierro. Tras las rejas se podían ver los restos de lo que antes llamaba mundo, el mar podrido lo tapaba casi todo, sólo alguna que otra estructura flotaba lentamente, sin dirección.

El descanso no era prometedor, había hecho sólo una parte del viaje. Miró a sus padres y preguntó que había tras el horizonte. No obtuvo respuestas. Preguntó si alguna vez el mundo volvería a ser lo que alguna vez fue. No obtuvo respuestas. 

-¿Ha llovido desde que están aquí?
-Poco.

Indudablemente, aun no estaba en casa. ¿Podía el agua volver a ser cristalina?

jueves, 26 de abril de 2012

Alba

El sol, su calor,
es demasiado fuerte para sus pieles.
Por eso cada dia,
se oculta bajo la tierra;
¡todavía son incapaces de andar desnudos!

Ay, lo veo salir otra vez.
Agradezcan, todavía el sol
es dos veces inocente.

Pero, ¿qué es lo que veo?
¿Aun siguen disfrazados?

Agradezco, todavía el sol
es dos veces inocente.
¿Y no es inocencia la madre de todo error?
¿Y no es el error padre de toda belleza?

Mis ojos.
Lo bello.

martes, 24 de abril de 2012

Tierra viva

Tantas fronteras me recuerdan
que la tierra ya no quiere ser escrita.

Tantas escrituras
me hacen olvidar
que tengo los pies sobre la tierra.
Tierra viva.

Allí no existen las palabras.
Todo es oscuridad: sin ciegos.

Allí no hay puertas,
no se entra con linternas,
la luz todo lo anula,
Allí se entra cantando...

jueves, 19 de abril de 2012

Toda censura es un parto: duele y abre el camino a una nueva vida.

jueves, 22 de marzo de 2012

Casi de perogrullo

Lo bueno y breve es doblemente bueno.
¡Pero cuidado!
Lo mismo pasa con lo malo...

miércoles, 21 de marzo de 2012

Para leer sobre un puente II

El hombre que construye rascacielos es el mismo que se alimenta de tierra.
¿Es el mismo?

Es una fórmula algebraica:
La altura de los edificios es relativa a la pequeñez de los hombres.

Signo más, signo menos...

La máquina del tiempo

Sólo hemos aprendido a avergonzarnos de nosotros.
Si es tan difícil decir lo que pensamos es porque han puesto a trabajar toda la maquinaria disponible para evitarlo.
Banalidades decimos, banalidades nos han enseñado.

Lo único que deberíamos aprender en las escuelas
es como destruir el mecanismo que posibilita su existencia.

sábado, 25 de febrero de 2012

Sentencia para un no-nato II

Las licencias del vencido son justas, sanas.
Pero nunca han de durar más que la guerra.
Y si la guerra es una vida (ay, la vida es guerra...),
amigos, sólo queda una opción:
El sueño es el único descanso.
¿Con los ojos cerrados?,
o abiertos...

lunes, 20 de febrero de 2012

El límite de las palabras es la música.
Es gracioso:
Allí, dentro, nada es todo.
Y todo es nada...

miércoles, 25 de enero de 2012

Caminante

Consumo del veneno
como quien bebe en sorbos.
Dosificándolo.
Sólo el último trago ha de ser profundo,
para embriagarme de muerte.

Como el poeta que no lee versos ajenos.
Así camino yo:
hacia el frente, mirando a los costados.

Y entre bocanadas de aire,
reposo a uno de los lados:
mirando hacia el frente...

lunes, 2 de enero de 2012

Al ras

Bien,
admito que me siento algo enfermo.
Aún así,
me lanzo hacia ustedes.

Es que no conozco,
otra forma de existir.
Nunca dije soñar con volar...
¿Pero quien sabe?

¡Vamos!
Quitate la ropa:
Si ustedes vinieron aquí
a verme hechar raíces.

Aún así,
nunca estuve tan lejos del suelo.
Y el aire me susurra;
"¡Vamos!, es tiempo de volver".

Confieso que sení algo de miedo.
Es que...
¿no se trata de eso todo esto?
Lo admito, siempre estuve fingiendo.
Y vos, por favor,
apagá esa luz por mi.