viernes, 1 de junio de 2012

Una imposible vuelta a casa



Se despertó un instante antes de que el reloj despertador chillara con ese ruido tan apacible que los fabricantes habían decidido ponerle. Cada mañana era igual, el sueño acababa segundos antes de la hora marcada. Su cuerpo estaba perfectamente amaestrado para evitar los imprevistos de la tecnología. Todas las mañanas se preguntaba lo mismo: ¿para qué poner el despertador? Todavía no lo sabía. La noche había sido especialmente mala. Si bien no se caracterizaba por tener un buen sueño, si bien el descanso nunca era del todo reparador, esa noche se despertó aproximadamente cada media hora. Siempre con la sensación de que la hora de levantarse estaba próxima. Siempre con ese inefable sentimiento, esa especie de culpa de estar durmiendo. Culpa por el tiempo mal gastado en el improductivo sueño. Pero el reloj siempre marcaba que aun faltaba mucho para la hora fijada, aunque ese mucho era cada vez media hora más corto. Cada una de esas acometidas le costaba varios minutos de lucha para volver a dormirse, para volver a levantarse.

Como una de esas crueles pasadas del destino, que ya de tan repetidas dejan de ser crueles, justo antes de ver la séptima hora del día en su reloj, la del chirrido agudo y monótono, justo en ese momento había encontrado el sueño más profundo. Justo allí despertaba esperando que, como todas las veces anteriores, el reloj dijera que aún faltaba. Pero no. Ya era la hora. Justo cuando había llegado al inconsciente más apartado de la realidad, el punto máximo del placer en el que no se es nada, y, por lo tanto no anda uno preocupado en saber cuándo ha de despertarse. Justo en medio del sueño REM, o ROM o RAM (no sabía cuál era el sueño y cual el disco duro de la computadora, aunque su currículum dijera lo contrario). 

Como cada día, apretó el botoncito ese que te da nueve minutos más de descanso. O de tortura. Porque se trataba de esos nueve minutos en que uno hace cualquier cosa menos dormir. Esos nueve minutos en los que los ojos están cerrados pero el cerebro está en un estado de suspensión nerviosa, preocupándose por el día que ha de llegar con todos sus acontecimientos. Esos minutos que no se pueden contabilizar dentro de las ocho horas de descanso necesarias según los especialistas en esas cosas que están para amargarle la vida a uno. Pero tampoco podían contabilizarse dentro de los valiosos minutos ganados al día en que uno se prepara para el día. Aún así esos nueve minutos eran parte de la rutina, y suspenderlos no era en nada mejor que no hacerlo. El segundo alarido del reloj sonó. Como quien sale de un círculo del infierno para sumergirse en otro, salió de su abrigada cama enfrentando el segundo golpe del día (el primero fue el comienzo del mismo), los grados de diferencia entre la cama y el piso de la habitación.

Lo que seguía era el aseo, la ropa y el desayuno en soledad. La ducha de la mañana jamás la despertaba. Ni fría, ni caliente, ni tibia, ni larga, ni corta. Simplemente no la despertaba, como decían los especialistas de las ocho horas. Así que terminado el desayuno, ya estaba lista para salir. Y si no lo estaba debía estarlo, porque en instantes el remís pasaría a retirarla para conducirla al trabajo. Hola a usted. Buenos días. Que hacés vos. Etcétera. Su sillón la esperaba. Recordaba el día que habían traído el sillón ergonómico a las oficinas. ¡Qué alegría ese día! Si eso no era la felicidad, donde más la podría encontrar, no sabía. La computadora ya estaba encendida, era hora de trabajar. Hoy debía terminar el diagnóstico. Las últimas dos semanas sólo las había dedicado para este diagnóstico. El principio de la tercera temporada anual se acercaba y era primordial la elaboración del diagnóstico, ya que de no hacerlo, de entregar el documento a tiempo… no sabría qué pasaría. Siempre lo había entregado a tiempo. Cada temporada finalizaba  el diagnóstico y lo ponía sobre la mesa de la secretaria de su jefe. Recordaba aquel día en que pudo entregarlo directamente en la mesa del jefe y éste le ofreció a cambio un tercio de sonrisa. Ese había sido un buen día. No soñaba con esperar más que eso. Su sueño había quedado en su cama. ¿Qué había soñado?

Las siguientes horas fueron un poco más lentas. Siempre era así. Antes del mediodía el tiempo transcurría casi goteando. Como una herida imperceptible que sólo se descubre cuando la mancha de sangre comienza a endurecerse. Así, a la hora del almuerzo, descubría que había algo a lo que se podía llamar tiempo, que la vida no se había estancado en el retículo que formaban los paneles de plástico a media altura entre el suelo y el piso. Por fin hacía una pausa de su trabajo. Durante esas larguísimas cuatro horas no se había dado el lujo de pensar en nada más que en esas larguísimas cuatro horas. El trabajo era secundario. En ese momento la lucha era contra el tiempo y nada más, sus manos escribían, sus ojos leían gráficos, sus oídos escuchaban el ruido blanco que formaban las conversaciones de todas las otras personas que compartían aquel inmundo espacio de oficina.

Tal vez inmundo no era la palabra que su cerebro procesaba. Tal vez jamás se hubiera atrevido a pensar algo así. O simplemente no tenía la posibilidad. ¿Y qué mejor? O acaso no era eso salud mental. ¿Lo era? ¿De qué estábamos hablando?... En fin, la hora del almuerzo llegó, dejó su espacio en el sillón y enfiló apresurada hacia la puerta, casi corriendo. El objetivo era esquivar a aquella fracción de los compañeros y compañeras que intentarían entablar conversación con ella y hasta ofrecérsele para un almuerzo en compañía. Decir no, no era una posibilidad, así que la velocidad era determinante. 

La fortuna estaba de su lado, el inicio de la temporada encontraba a todos los empleados atados a sus máquinas. Los nueve años de antigüedad le daban a ella la libertad de salir a la hora pactada para almorzar. Al menos eso creía. Era lo mismo, ya se encontraba fuera del edificio, dispuesta a caminar las tres cuadras que la separaban del pequeño bar en el que satisfacía su apetito. Había uno mejor a cuadra y media, pero allí iban todos sus compañeros, quienes, enardecidos como niños en el recreo, vociferaban a cuatro vientos cosas que no quería oír. La pseudo-camaradería de esos jóvenes, y no tanto, no la engañaba. Veía como debajo de sus trajes unos pequeños monstruos sin ojos se carcomían la piel mutuamente. Los nueve años de antigüedad, que hacían de ella una de las veteranas de la compañía, le habían dado esas lentes. 

Cruzaba el paso peatonal esquivando bastones, niños, maletines, y jubilados desubicados que no tenían mejor idea que salir a la calle, pudiendo pasar las horas bajo sus frazadas, durmiendo o tratando de recordar sus sueños. ¿Qué había soñado esa noche? La esquina encontraba a un diminuto personaje, ya entrado en años, envuelto en harapos y manipulando una descolorida guitarra. Aun así le sacaba un buen sonido. Lamentablemente su voz no acompañaba, su garganta estaba rasgada, casi que aullaba. Aun así era un buen ruido. Cuando estuvo a algunos metros pudo distinguir las palabras, aminoró drásticamente la marcha para oír más:

Dos gotas de agua posan en mis manos.
Una es inquieta,
se evapora antes de que la encuentre
mi olfato.

La otra permanece allí.
Danza inmóvil sobre mí.
Me cuenta secretos
y nos aflige con historias de su hermana,
la preferida del sol.

Era realmente bello. Su voz estertórea y la música melancólica contrastaba con lo que le parecía una dulce letra. Quizás hacían un trío perfecto. La melodía quedó resonando cuando pidió la comida. Una ensalada mixta y una gaseosa dietética. El último sorbo lo dio ya parada: es que la elección de la cuadra y media de más (que con la vuelta hacían tres) y la de haber disminuido la marcha para oír la canción, acortaron su tiempo y debía estar ya mismo en la oficina. Sólo llegó un minuto tarde. Por lo que enseguida se puso manos a la obra, un golpe en el teclado despertó a la computadora de su estado de reposo: si yo no duermo, vos tampoco.

Las siguientes cuatro horas directamente no pasaron. Le había parecido incluso que las agujas del reloj iban hacia atrás. Lo que tampoco se encaminaba demasiado era su diagnóstico. O mejor dicho, ya estaba casi encaminado, no necesitaba más que el empujón final. Pero ella se quedó pensando en su escritorio… ¿qué había soñado esa noche? ¿Estaba yo nadando? Si, recordaba nadar, pero nada más. Afortunadamente hoy, a punto de iniciarse la temporada, todos estaban encerrados en sus cubículos, nadie interrumpió su meditación. Sin darse cuenta volvió a mirar hacia el reloj: habían pasado dos horas, quedaban sólo otras dos. Recordar el sueño era el trabajo más arduo esta tarde, el diagnóstico, era a estas alturas terciario. Irme de aquí, recordar el sueño, entregar esta porquería. Claro que porquería no era la palabra que había dicho, ni siquiera la pensaba. En su cerebro no había palabras, sólo el sopor de las tres de la tarde, hora perfecta para la siesta. ¿Qué sería de su cama? Seguiría desarmada, en un intento de hacer más rápido el tan anhelado encuentro entre su cuerpo y el colchón. ¿Esperaba por ella? ¿Era ella tan importante para su cama como su cama para ella? Qué preguntas más estúpidas, por dios. Más cuando el diagnóstico espera la patada final. Quedaba sólo una hora. Pero esta hora era la más larga de todas. El sol por las ventanas invitaba a destruir la pared a cabezazos para recibirlo en su esplendor. Para recibirlo brevemente, porque lo bueno y breve es dos veces bueno, y lo mejor del sol era que se ocultaba a diario. Y lo mejor de las siestas es cuando las paredes impiden la entrada del sol, pero una caprichosa persiana deja que unos minúsculos rayos del mismo se reflejen en la habitación, tan sutilmente que invitan a seguir durmiendo.

La última hora, la fatal. Es lógico, el final está más lejos cuanto más cerca está. Es la lógica de la juventud. El tiempo, los minutos y las horas son sólo un reflejo, una extensión mejor dicho de nuestros años jóvenes, y viejos también. Juventud, divino tesoro. Quizás es por eso que el tiempo es oro. ¿No están hechos de oro los tesoros? Media hora. El diagnóstico estaba completo. Sólo quedaba imprimir. El camino a la impresora fue marcado por dos pensamientos: una parada más y el regreso a casa será realidad. Y por otro lado… ¿en dónde estaba nadando? Eso no era agua. Cuarto de hora, el diagnóstico ya estaba sobre la mesa de su jefe, quien otra vez ausente, no pudo regalarle su tercio de sonrisa. La próxima parada era el curso de capacitación. Antes, media hora para repasar y, de paso, merendar. Entre té y unas monocromáticas fotocopias de un aburridísimo sujeto que hablaba vaya uno a saber sobre qué cosas de organizaciones y gestión, pasaba la merienda. La modorra post-siesta, esa que nunca se tomó, era realmente violenta. Había bostezado aproximadamente dos veces por minuto. Saturada de bostezos y el cerebro pidiendo aun más oxígeno, se levantó algo mareada de la silla y marchó al instituto de las siglas que nunca supo qué significaban.

Lo bueno del curso era que las horas ocupadas se veían reflejadas en el salario final. Lo malo era que no sabía para qué estaba siendo capacitada. Pero siempre es bueno agregar hojas al currículum, ¿no? Birome en mano anotaba lo poco que su mente le permitía comprender: merchandising, management, marketing, etcétera, etcétera. Sus compañeros de curso eran una incógnita. Nunca había cruzado con ellos más que las palabras estrictamente necesarias. Tal vez fuera cuestión de energías y una inédita inteligencia de los cuerpos impedía el indeseable contacto con toda esa bola de yuppies. A finalizar las dos horas de curso su mente estaba tan vacía como las palabras que anotó, pero lo que seguía era realmente reconfortante: la vuelta a casa, el encuentro con su pareja y, por supuesto con su cama.
Teléfono. Ágape con los compañeros de trabajo de él. Ascenso de alguien. Ya no tenía fuerzas para quejarse. Lo único que salió de su boca fue, tal vez porque su cuerpo le pedía expulsar algo de negatividad, ¿ágape?, pero que palabra más pelotuda, van a comer y punto. Sin embargo, nada más lejano, si tan sólo implicara comer, no sería una variación de lo que tenía planeado. El ágape implicaba no volver a su casa, por vaya uno a saber cuántas horas más. Implicaba saludar a la gente, hablarles, comentarles cosas de la vida de uno que no tiene ganas de comentar, implicaba sonreír cada cierto tiempo o comentarios. Implicaba un mundo de esfuerzos que, por una cosa o por otra, ya no estaba en potencial de recriminar ni a su marido, ni a sus compañeros ni a su jefe ni a su madre por haberla traído a este mundo. Simplemente era así, y a otra cosa. Todas estas implicancias fueron cumplidas casi con lo justo, y con menos también. Porque a veces la sonrisa se parecía más a un estoy a punto de estornudar que a otra cosa. Y la actualización de estado se reducía a un, todo bien y vos, y escuchar la larguísima respuesta del increpador deseoso de hacer cómplice al otro de la vida de uno.

Una de la madrugada. Por fin emprendían el camino a casa. En un extraordinario esfuerzo de empatía, su pareja había rechazado la invitación de sus compañeros a seguir de copas. ¿Si esto no era amor, qué cuernos lo era? El taxi no se demoró más de unos minutos. Una vez arriba, cayó sobre el hombro su marido, quien, afortunadamente, se hizo cargo de la charla con el chofer. Dormitaba. Sus ojos estaban cerrados y su cerebro en estado de suspensión, aunque no de reposo. Podemos decir que la situación era la misma de la mañana, pero bien podemos decir todo lo contrario, porque ese estado de suspensión no era nervioso. Su cabeza casi saboreaba como un manjar el encuentro con la almohada. Si, estaba nadando. Y era agua, pero para nada potable. No era agua de río ni de mar. Era todas las aguas y ninguna. Estaba completamente putrefacta. Repleta de basura, de sobras, de desperdicios humanos y de los otros. Finalmente había sucedido, el caño de desagote del mundo se había tapado. Murió, simplemente ya no lo soportó. Inexplicablemente su cuerpo se había adaptado, en parte, a la sumersión. Nadaba durante horas bajo las aguas de este mar convertido de podredumbres, pero su cuerpo no se había acostumbrado al asco. Si no vomitaba era simplemente porque para ello debía abrir la boca y lo que podía penetrar en su cuerpo era aun más desagradable. No estaba sola, estaba acompañada, pero de anónimos. Los nados la llevaban de barranco en barranco, se sostenía unos minutos de sus rocas y una nueva inmersión en busca de una isla, de un descanso. La situación era desesperante. Nadaba ya por el sólo hecho de nadar, quedarse quieta era morir, pero no se podía decir que aquello era vivir. Tal vez un día, o tal vez años pasaron porque, cuando al fin encontró la isla la recibieron con lágrimas en los ojos. La creían perdida. Estaban sus seres queridos y otros desconocidos. El espacio era pequeño, decenas o miles de personas pululaban en una playa de aguas un poco más limpias. La basura casi no flotaba allí, aunque no se podía decir que era como el agua que alguna vez, tiempo atrás, conoció. Ni por asomo. El fondo de aquello que podemos llamar isla era de rejas de hierro. Tras las rejas se podían ver los restos de lo que antes llamaba mundo, el mar podrido lo tapaba casi todo, sólo alguna que otra estructura flotaba lentamente, sin dirección.

El descanso no era prometedor, había hecho sólo una parte del viaje. Miró a sus padres y preguntó que había tras el horizonte. No obtuvo respuestas. Preguntó si alguna vez el mundo volvería a ser lo que alguna vez fue. No obtuvo respuestas. 

-¿Ha llovido desde que están aquí?
-Poco.

Indudablemente, aun no estaba en casa. ¿Podía el agua volver a ser cristalina?

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