Se despertó un instante antes de que el reloj despertador
chillara con ese ruido tan apacible que los fabricantes habían decidido
ponerle. Cada mañana era igual, el sueño acababa segundos antes de la hora
marcada. Su cuerpo estaba perfectamente amaestrado para evitar los imprevistos
de la tecnología. Todas las mañanas se preguntaba lo mismo: ¿para qué poner el
despertador? Todavía no lo sabía. La noche había sido especialmente mala. Si
bien no se caracterizaba por tener un buen sueño, si bien el descanso nunca era
del todo reparador, esa noche se despertó aproximadamente cada media hora.
Siempre con la sensación de que la hora de levantarse estaba próxima. Siempre
con ese inefable sentimiento, esa especie de culpa de estar durmiendo. Culpa
por el tiempo mal gastado en el improductivo sueño. Pero el reloj siempre
marcaba que aun faltaba mucho para la hora fijada, aunque ese mucho era cada
vez media hora más corto. Cada una de esas acometidas le costaba varios minutos
de lucha para volver a dormirse, para volver a levantarse.
Como una de esas crueles pasadas del destino, que ya de tan
repetidas dejan de ser crueles, justo antes de ver la séptima hora del día en
su reloj, la del chirrido agudo y monótono, justo en ese momento había
encontrado el sueño más profundo. Justo allí despertaba esperando que, como
todas las veces anteriores, el reloj dijera que aún faltaba. Pero no. Ya era la
hora. Justo cuando había llegado al inconsciente más apartado de la realidad,
el punto máximo del placer en el que no se es nada, y, por lo tanto no anda uno
preocupado en saber cuándo ha de despertarse. Justo en medio del sueño REM, o
ROM o RAM (no sabía cuál era el sueño y cual el disco duro de la computadora,
aunque su currículum dijera lo contrario).
Como cada día, apretó el botoncito ese que te da nueve
minutos más de descanso. O de tortura. Porque se trataba de esos nueve minutos
en que uno hace cualquier cosa menos dormir. Esos nueve minutos en los que los
ojos están cerrados pero el cerebro está en un estado de suspensión nerviosa,
preocupándose por el día que ha de llegar con todos sus acontecimientos. Esos
minutos que no se pueden contabilizar dentro de las ocho horas de descanso
necesarias según los especialistas en esas cosas que están para amargarle la
vida a uno. Pero tampoco podían contabilizarse dentro de los valiosos minutos
ganados al día en que uno se prepara para el día. Aún así esos nueve minutos
eran parte de la rutina, y suspenderlos no era en nada mejor que no hacerlo. El
segundo alarido del reloj sonó. Como quien sale de un círculo del infierno para
sumergirse en otro, salió de su abrigada cama enfrentando el segundo golpe del
día (el primero fue el comienzo del mismo), los grados de diferencia entre la
cama y el piso de la habitación.
Lo que seguía era el aseo, la ropa y el desayuno en soledad.
La ducha de la mañana jamás la despertaba. Ni fría, ni caliente, ni tibia, ni
larga, ni corta. Simplemente no la despertaba, como decían los especialistas de
las ocho horas. Así que terminado el desayuno, ya estaba lista para salir. Y si
no lo estaba debía estarlo, porque en instantes el remís pasaría a retirarla
para conducirla al trabajo. Hola a usted. Buenos días. Que hacés vos. Etcétera.
Su sillón la esperaba. Recordaba el día que habían traído el sillón ergonómico
a las oficinas. ¡Qué alegría ese día! Si eso no era la felicidad, donde más la
podría encontrar, no sabía. La computadora ya estaba encendida, era hora de
trabajar. Hoy debía terminar el diagnóstico. Las últimas dos semanas sólo las
había dedicado para este diagnóstico. El principio de la tercera temporada
anual se acercaba y era primordial la elaboración del diagnóstico, ya que de no
hacerlo, de entregar el documento a tiempo… no sabría qué pasaría. Siempre lo
había entregado a tiempo. Cada temporada finalizaba el diagnóstico y lo ponía sobre la mesa de la
secretaria de su jefe. Recordaba aquel día en que pudo entregarlo directamente
en la mesa del jefe y éste le ofreció a cambio un tercio de sonrisa. Ese había
sido un buen día. No soñaba con esperar más que eso. Su sueño había quedado en
su cama. ¿Qué había soñado?
Las siguientes horas fueron un poco más lentas. Siempre era
así. Antes del mediodía el tiempo transcurría casi goteando. Como una herida
imperceptible que sólo se descubre cuando la mancha de sangre comienza a
endurecerse. Así, a la hora del almuerzo, descubría que había algo a lo que se
podía llamar tiempo, que la vida no se había estancado en el retículo que
formaban los paneles de plástico a media altura entre el suelo y el piso. Por
fin hacía una pausa de su trabajo. Durante esas larguísimas cuatro horas no se
había dado el lujo de pensar en nada más que en esas larguísimas cuatro horas.
El trabajo era secundario. En ese momento la lucha era contra el tiempo y nada
más, sus manos escribían, sus ojos leían gráficos, sus oídos escuchaban el
ruido blanco que formaban las conversaciones de todas las otras personas que
compartían aquel inmundo espacio de oficina.
Tal vez inmundo no era la palabra que su cerebro procesaba.
Tal vez jamás se hubiera atrevido a pensar algo así. O simplemente no tenía la
posibilidad. ¿Y qué mejor? O acaso no era eso salud mental. ¿Lo era? ¿De qué
estábamos hablando?... En fin, la hora del almuerzo llegó, dejó su espacio en
el sillón y enfiló apresurada hacia la puerta, casi corriendo. El objetivo era
esquivar a aquella fracción de los compañeros y compañeras que intentarían
entablar conversación con ella y hasta ofrecérsele para un almuerzo en
compañía. Decir no, no era una posibilidad, así que la velocidad era
determinante.
La fortuna estaba de su lado, el inicio de la temporada
encontraba a todos los empleados atados a sus máquinas. Los nueve años de
antigüedad le daban a ella la libertad de salir a la hora pactada para
almorzar. Al menos eso creía. Era lo mismo, ya se encontraba fuera del
edificio, dispuesta a caminar las tres cuadras que la separaban del pequeño bar
en el que satisfacía su apetito. Había uno mejor a cuadra y media, pero allí
iban todos sus compañeros, quienes, enardecidos como niños en el recreo,
vociferaban a cuatro vientos cosas que no quería oír. La pseudo-camaradería de
esos jóvenes, y no tanto, no la engañaba. Veía como debajo de sus trajes unos
pequeños monstruos sin ojos se carcomían la piel mutuamente. Los nueve años de
antigüedad, que hacían de ella una de las veteranas de la compañía, le habían
dado esas lentes.
Cruzaba el paso peatonal esquivando bastones, niños,
maletines, y jubilados desubicados que no tenían mejor idea que salir a la
calle, pudiendo pasar las horas bajo sus frazadas, durmiendo o tratando de
recordar sus sueños. ¿Qué había soñado esa noche? La esquina encontraba a un
diminuto personaje, ya entrado en años, envuelto en harapos y manipulando una
descolorida guitarra. Aun así le sacaba un buen sonido. Lamentablemente su voz
no acompañaba, su garganta estaba rasgada, casi que aullaba. Aun así era un
buen ruido. Cuando estuvo a algunos metros pudo distinguir las palabras,
aminoró drásticamente la marcha para oír más:
Dos gotas de agua
posan en mis manos.
Una es inquieta,
se evapora antes de que la encuentre
mi olfato.
Una es inquieta,
se evapora antes de que la encuentre
mi olfato.
La otra permanece
allí.
Danza inmóvil sobre mí.
Me cuenta secretos
y nos aflige con historias de su hermana,
la preferida del sol.
Danza inmóvil sobre mí.
Me cuenta secretos
y nos aflige con historias de su hermana,
la preferida del sol.
Era realmente bello. Su voz estertórea y la música
melancólica contrastaba con lo que le parecía una dulce letra. Quizás hacían un
trío perfecto. La melodía quedó resonando cuando pidió la comida. Una ensalada
mixta y una gaseosa dietética. El último sorbo lo dio ya parada: es que la
elección de la cuadra y media de más (que con la vuelta hacían tres) y la de
haber disminuido la marcha para oír la canción, acortaron su tiempo y debía
estar ya mismo en la oficina. Sólo llegó un minuto tarde. Por lo que enseguida
se puso manos a la obra, un golpe en el teclado despertó a la computadora de su
estado de reposo: si yo no duermo, vos tampoco.
Las siguientes cuatro horas directamente no pasaron. Le
había parecido incluso que las agujas del reloj iban hacia atrás. Lo que
tampoco se encaminaba demasiado era su diagnóstico. O mejor dicho, ya estaba
casi encaminado, no necesitaba más que el empujón final. Pero ella se quedó
pensando en su escritorio… ¿qué había soñado esa noche? ¿Estaba yo nadando? Si,
recordaba nadar, pero nada más. Afortunadamente hoy, a punto de iniciarse la
temporada, todos estaban encerrados en sus cubículos, nadie interrumpió su
meditación. Sin darse cuenta volvió a mirar hacia el reloj: habían pasado dos
horas, quedaban sólo otras dos. Recordar el sueño era el trabajo más arduo esta
tarde, el diagnóstico, era a estas alturas terciario. Irme de aquí, recordar el
sueño, entregar esta porquería. Claro que porquería no era la palabra que había
dicho, ni siquiera la pensaba. En su cerebro no había palabras, sólo el sopor
de las tres de la tarde, hora perfecta para la siesta. ¿Qué sería de su cama?
Seguiría desarmada, en un intento de hacer más rápido el tan anhelado encuentro
entre su cuerpo y el colchón. ¿Esperaba por ella? ¿Era ella tan importante para
su cama como su cama para ella? Qué preguntas más estúpidas, por dios. Más
cuando el diagnóstico espera la patada final. Quedaba sólo una hora. Pero esta
hora era la más larga de todas. El sol por las ventanas invitaba a destruir la
pared a cabezazos para recibirlo en su esplendor. Para recibirlo brevemente,
porque lo bueno y breve es dos veces bueno, y lo mejor del sol era que se
ocultaba a diario. Y lo mejor de las siestas es cuando las paredes impiden la
entrada del sol, pero una caprichosa persiana deja que unos minúsculos rayos
del mismo se reflejen en la habitación, tan sutilmente que invitan a seguir
durmiendo.
La última hora, la fatal. Es lógico, el final está más lejos
cuanto más cerca está. Es la lógica de la juventud. El tiempo, los minutos y
las horas son sólo un reflejo, una extensión mejor dicho de nuestros años
jóvenes, y viejos también. Juventud, divino tesoro. Quizás es por eso que el
tiempo es oro. ¿No están hechos de oro los tesoros? Media hora. El diagnóstico
estaba completo. Sólo quedaba imprimir. El camino a la impresora fue marcado por
dos pensamientos: una parada más y el regreso a casa será realidad. Y por otro
lado… ¿en dónde estaba nadando? Eso no era agua. Cuarto de hora, el diagnóstico
ya estaba sobre la mesa de su jefe, quien otra vez ausente, no pudo regalarle
su tercio de sonrisa. La próxima parada era el curso de capacitación. Antes,
media hora para repasar y, de paso, merendar. Entre té y unas monocromáticas
fotocopias de un aburridísimo sujeto que hablaba vaya uno a saber sobre qué
cosas de organizaciones y gestión, pasaba la merienda. La modorra post-siesta,
esa que nunca se tomó, era realmente violenta. Había bostezado aproximadamente
dos veces por minuto. Saturada de bostezos y el cerebro pidiendo aun más
oxígeno, se levantó algo mareada de la silla y marchó al instituto de las
siglas que nunca supo qué significaban.
Lo bueno del curso era que las horas ocupadas se veían
reflejadas en el salario final. Lo malo era que no sabía para qué estaba siendo
capacitada. Pero siempre es bueno agregar hojas al currículum, ¿no? Birome en
mano anotaba lo poco que su mente le permitía comprender: merchandising,
management, marketing, etcétera, etcétera. Sus compañeros de curso eran una
incógnita. Nunca había cruzado con ellos más que las palabras estrictamente
necesarias. Tal vez fuera cuestión de energías y una inédita inteligencia de
los cuerpos impedía el indeseable contacto con toda esa bola de yuppies. A
finalizar las dos horas de curso su mente estaba tan vacía como las palabras
que anotó, pero lo que seguía era realmente reconfortante: la vuelta a casa, el
encuentro con su pareja y, por supuesto con su cama.
Teléfono. Ágape con los compañeros de trabajo de él. Ascenso
de alguien. Ya no tenía fuerzas para quejarse. Lo único que salió de su boca
fue, tal vez porque su cuerpo le pedía expulsar algo de negatividad, ¿ágape?,
pero que palabra más pelotuda, van a comer y punto. Sin embargo, nada más
lejano, si tan sólo implicara comer, no sería una variación de lo que tenía
planeado. El ágape implicaba no volver a su casa, por vaya uno a saber cuántas
horas más. Implicaba saludar a la gente, hablarles, comentarles cosas de la
vida de uno que no tiene ganas de comentar, implicaba sonreír cada cierto
tiempo o comentarios. Implicaba un mundo de esfuerzos que, por una cosa o por
otra, ya no estaba en potencial de recriminar ni a su marido, ni a sus
compañeros ni a su jefe ni a su madre por haberla traído a este mundo.
Simplemente era así, y a otra cosa. Todas estas implicancias fueron cumplidas
casi con lo justo, y con menos también. Porque a veces la sonrisa se parecía
más a un estoy a punto de estornudar que a otra cosa. Y la actualización de
estado se reducía a un, todo bien y vos, y escuchar la larguísima respuesta del
increpador deseoso de hacer cómplice al otro de la vida de uno.
Una de la madrugada. Por fin emprendían el camino a casa. En
un extraordinario esfuerzo de empatía, su pareja había rechazado la invitación
de sus compañeros a seguir de copas. ¿Si esto no era amor, qué cuernos lo era?
El taxi no se demoró más de unos minutos. Una vez arriba, cayó sobre el hombro
su marido, quien, afortunadamente, se hizo cargo de la charla con el chofer.
Dormitaba. Sus ojos estaban cerrados y su cerebro en estado de suspensión,
aunque no de reposo. Podemos decir que la situación era la misma de la mañana,
pero bien podemos decir todo lo contrario, porque ese estado de suspensión no
era nervioso. Su cabeza casi saboreaba como un manjar el encuentro con la
almohada. Si, estaba nadando. Y era agua, pero para nada potable. No era agua
de río ni de mar. Era todas las aguas y ninguna. Estaba completamente
putrefacta. Repleta de basura, de sobras, de desperdicios humanos y de los
otros. Finalmente había sucedido, el caño de desagote del mundo se había
tapado. Murió, simplemente ya no lo soportó. Inexplicablemente su cuerpo se
había adaptado, en parte, a la sumersión. Nadaba durante horas bajo las aguas
de este mar convertido de podredumbres, pero su cuerpo no se había acostumbrado
al asco. Si no vomitaba era simplemente porque para ello debía abrir la boca y lo
que podía penetrar en su cuerpo era aun más desagradable. No estaba sola,
estaba acompañada, pero de anónimos. Los nados la llevaban de barranco en
barranco, se sostenía unos minutos de sus rocas y una nueva inmersión en busca
de una isla, de un descanso. La situación era desesperante. Nadaba ya por el
sólo hecho de nadar, quedarse quieta era morir, pero no se podía decir que
aquello era vivir. Tal vez un día, o tal vez años pasaron porque, cuando al fin
encontró la isla la recibieron con lágrimas en los ojos. La creían perdida.
Estaban sus seres queridos y otros desconocidos. El espacio era pequeño,
decenas o miles de personas pululaban en una playa de aguas un poco más
limpias. La basura casi no flotaba allí, aunque no se podía decir que era como
el agua que alguna vez, tiempo atrás, conoció. Ni por asomo. El fondo de
aquello que podemos llamar isla era de rejas de hierro. Tras las rejas se
podían ver los restos de lo que antes llamaba mundo, el mar podrido lo tapaba
casi todo, sólo alguna que otra estructura flotaba lentamente, sin dirección.
El descanso no era prometedor, había hecho sólo una parte
del viaje. Miró a sus padres y preguntó que había tras el horizonte. No obtuvo
respuestas. Preguntó si alguna vez el mundo volvería a ser lo que alguna vez
fue. No obtuvo respuestas.
-¿Ha llovido
desde que están aquí?
-Poco.
Indudablemente, aun no
estaba en casa. ¿Podía el agua volver a ser cristalina?
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