Se trataba de uno de aquellos rostros que uno recuerda
vivamente una vez que éste se alejó. Pero era solamente una memoria
fotográfica, como un retrato sin trazos, porque el vivo recuerdo –tan vivo que
no era un recuerdo– no transmitía sensaciones. Caminaba entre la gente como
quien conoce a todo el mundo. Su presencia se confundía con las luces, el
sonido y el humo. Tenía un saludo para todos y todos a él lo saludaban. No
escatimaba en charlas de cualquier índole con nadie, todos los temas eran tocados
como si entre doctos estuviéramos deliberando. Ahora sabemos que parecía tener
la receta de la vida, y ésta no ocupaba más de una página. Muchos se acercaban
a él sólo para leerla, aunque sea unas cuantas líneas, sólo para eso, porque
claramente pude ver que un gran número de prosélitos sentía repugnancia en su
presencia. Y no voy a negarlo, más de una vez lo hice –y menos de dos–. Desde
mi posición hacía esfuerzos poco disimulados para espiar parte de su página. La
cuestión era acercarse sin olerlo demasiado, porque, para los que sufrimos del
buen olfato, hedía a vergüenza este hombre. Así, como una marioneta torpe y
graciosa, estiraba el cogote para ajustar mis lentes. Y nada.
Nunca supe, aunque espero saberlo, si la página estaba
escrita en realidad o era una mera máscara. Pero, ¿qué sabrá este hombre de
máscaras? Sólo tenía un rostro, aunque se convencía de ser el hombre de los mil
nombres. Nunca pudo ser más que uno, y aunque no lo sepa, le dolía. Nunca bailó
con sinceridad. Sólo respeto a una clase de hombres, y es a aquellos que no
temen bailar. ¿Tarea fácil, me decís? Ya quisieras, te apuesto la una de mis
vidas que nunca has visto tal bailarín. Pero no te desanimes, amigo, ¿has visto
alguna vez a esas criaturas que llaman niños? Ya sabés entonces, por allí se
comienza, y por allí se termina. Los años del medio sólo son una pista de
aprendizaje para tatuarnos hasta los huesos la idea de lo que nunca debimos
dejar de ser. Deber, ¿eh? Si, también soy un gran cómico. El niño se comunicaba
con llantos y gritos, las palabras se convirtieron en el primer pecado; la
imitación. El niño adquiere otros ojos, pierde la pupila interna, esa que le
reflejaba sus tripas. Sólo puede mirar
hacia el frente. Su cuello trata de corregir la limitación pos natal y comienza
a girar, el primer arte de la ortopedia. ¿Cree que es un insulto? También así
lo veo yo. Pero ¿no es el arte un insulto? Insulto y error, dos herramientas
que nos damos los guerreros-artistas para tratar de vencer el temor. Aprendí a
despreciar, con el tiempo, a los despreciadores de la ortopedia. Yo lo era,
pero también era miope. Unos lentes me ayudaron a ver desde otra posición.
¿Adaptación humana? Permítame contradecirle señor. En el arte de la ortopedia
no hay nada de aquella repugnante adaptación humana. No voy a negarlo, a veces
nos confunden son sus jueguitos los “adaptados”. Pero cuando se trata de seguir
viviendo, por el sólo hecho de seguir viviendo, ¿no es la expresión más hermosa
del amor por la vida? No se confundan, mis amigos, los adaptados no aman la
vida, aman los fines.
Insulto, error… ¿y amor? Amor como herramienta, dice, señor.
Mejor mantenga su boca ocupada en otras cosas, su cuerpo lo agradecerá.
Y a veces quisiera ser como esas playas interminables, donde
siempre observamos nuestros pies bajo las aguas cristalinas, y las mareas
cálidas relajan nuestros músculos. Pues, se sabe, hace falta algo más que valor
para soportar el frío recorriendo nuestras espaldas.
Comencé hablándoles de un rostro, del niño y del arte, ¿cómo
no terminar hablando de ciertas profundidades?