jueves, 7 de febrero de 2013

Una playa interminable



Se trataba de uno de aquellos rostros que uno recuerda vivamente una vez que éste se alejó. Pero era solamente una memoria fotográfica, como un retrato sin trazos, porque el vivo recuerdo –tan vivo que no era un recuerdo– no transmitía sensaciones. Caminaba entre la gente como quien conoce a todo el mundo. Su presencia se confundía con las luces, el sonido y el humo. Tenía un saludo para todos y todos a él lo saludaban. No escatimaba en charlas de cualquier índole con nadie, todos los temas eran tocados como si entre doctos estuviéramos deliberando. Ahora sabemos que parecía tener la receta de la vida, y ésta no ocupaba más de una página. Muchos se acercaban a él sólo para leerla, aunque sea unas cuantas líneas, sólo para eso, porque claramente pude ver que un gran número de prosélitos sentía repugnancia en su presencia. Y no voy a negarlo, más de una vez lo hice –y menos de dos–. Desde mi posición hacía esfuerzos poco disimulados para espiar parte de su página. La cuestión era acercarse sin olerlo demasiado, porque, para los que sufrimos del buen olfato, hedía a vergüenza este hombre. Así, como una marioneta torpe y graciosa, estiraba el cogote para ajustar mis lentes. Y nada.

Nunca supe, aunque espero saberlo, si la página estaba escrita en realidad o era una mera máscara. Pero, ¿qué sabrá este hombre de máscaras? Sólo tenía un rostro, aunque se convencía de ser el hombre de los mil nombres. Nunca pudo ser más que uno, y aunque no lo sepa, le dolía. Nunca bailó con sinceridad. Sólo respeto a una clase de hombres, y es a aquellos que no temen bailar. ¿Tarea fácil, me decís? Ya quisieras, te apuesto la una de mis vidas que nunca has visto tal bailarín. Pero no te desanimes, amigo, ¿has visto alguna vez a esas criaturas que llaman niños? Ya sabés entonces, por allí se comienza, y por allí se termina. Los años del medio sólo son una pista de aprendizaje para tatuarnos hasta los huesos la idea de lo que nunca debimos dejar de ser. Deber, ¿eh? Si, también soy un gran cómico. El niño se comunicaba con llantos y gritos, las palabras se convirtieron en el primer pecado; la imitación. El niño adquiere otros ojos, pierde la pupila interna, esa que le reflejaba sus tripas.  Sólo puede mirar hacia el frente. Su cuello trata de corregir la limitación pos natal y comienza a girar, el primer arte de la ortopedia. ¿Cree que es un insulto? También así lo veo yo. Pero ¿no es el arte un insulto? Insulto y error, dos herramientas que nos damos los guerreros-artistas para tratar de vencer el temor. Aprendí a despreciar, con el tiempo, a los despreciadores de la ortopedia. Yo lo era, pero también era miope. Unos lentes me ayudaron a ver desde otra posición. ¿Adaptación humana? Permítame contradecirle señor. En el arte de la ortopedia no hay nada de aquella repugnante adaptación humana. No voy a negarlo, a veces nos confunden son sus jueguitos los “adaptados”. Pero cuando se trata de seguir viviendo, por el sólo hecho de seguir viviendo, ¿no es la expresión más hermosa del amor por la vida? No se confundan, mis amigos, los adaptados no aman la vida, aman los fines.

Insulto, error… ¿y amor? Amor como herramienta, dice, señor. Mejor mantenga su boca ocupada en otras cosas, su cuerpo lo agradecerá.

Y a veces quisiera ser como esas playas interminables, donde siempre observamos nuestros pies bajo las aguas cristalinas, y las mareas cálidas relajan nuestros músculos. Pues, se sabe, hace falta algo más que valor para soportar el frío recorriendo nuestras espaldas.

Comencé hablándoles de un rostro, del niño y del arte, ¿cómo no terminar hablando de ciertas profundidades?

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