Una vez subí, allí, casi tan alto como pude imaginarlo. No soporté lo suficiente la soledad y la espesa oscuridad del silencio. Así es como bajé, con ojos sobre mi cabeza y un juicio para todos. Me burlé de los oídos sordos, y de las danzas repetitivas. El golpe fue inmediato, y mi nariz sangró, cálida y lentamente, como si el jugo no quisiera abandonar mi cuerpo.
Volví a subir, pero arrastrándome. La tierra se sentía cerca de mis entrañas, raspaba, y otra vez la sangre fluía al ritmo del pulso, de un color animal. Mastiqué raíces y me abrigué de hojas secas. Mentiría si dijera que lo disfruté. El destierro es un castigo humano. Pero tenemos espíritus retorcidos, ¿por qué hay que infligirse dolor para darnos cuenta de que estamos vivos?
Vivos como ayer, vivos como mañana. Pesa mucho tanta vida, tan repleta a cada instante. Insufrible es el tránsito de vidas interminables, el comercio de almas que eternamente danzan en un espacio ridículamente reducido. Al calor de los latidos, al color de la sangre.
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